Lo de Linux me da de manera compulsiva.
A finales de abril pasado decidí desinstalar Mandrake de mi portátil y de mi fijo porque no me sentía con fuerzas de pelearme con el PC cada vez que me sentaba delante de su monitor. Caí en las redes de Microsoft... y fue feliz por un tiempo, el que tardó el ordenador en ir lento, como arrastrándose, en colgarse demasiado a menudo; en definitiva, volvió a ser lo que un tiempo fue: una patata conectada a la red eléctrica.
Como consecuencia de los acontecimientos, un servidor se puso a recordar los tiempos en que usaba Linux: fiables, seguros, sin cuelgues excesivos, sin virus... Y total, como cada vez uso menos el aparato para cosas extrañas, volví a instalar el sistema del pingüíno. Puse
Guadalinex. Oye, todo bien al principio. Muy bonito y muy cómodo. Pero pronto me di de bruces con la realidad: KIIIB funciona regular, hay demasiados cuelgues, el Gnome me harta, no reconoce el escáner, se atasca la impresora, se desconfigura el sonido... ¡Uff, una pelea constante con la máquina!
Ayer me decidí. Eliminé Guadalinex y volví a la distro que siempre me ha enamorado. ¡Oh,
Mandrake, mía para siempre! ¡Y cada vez mejor! Con decir que hasta pude instalar fácilmente aMule y Wine y otros programillas de esos que uno usa de vez en cuando.
En fin, ya veremos cuánto me dura la luna de miel con mi MDK 10, porque yo -os habréis dado cuenta a estas alturas- soy indeciso e insatisfecho por naturaleza. Ya lo decía Shakespeare -supongo que pensando en mí por anticipado-: Fragilidad, tu nombre es Caboclo.